El término “utopía” significa en griego “no lugar”, y por extensión lo que está más allá de las posibilidades humanas. Los filósofos han reflexionado insistentemente sobre el carácter utopizador o utopizante del ser humano. Este, en efecto, necesita estar continuamente imaginando mundos ideales en los que desaparezcan las estrecheces y contingencias de la vida cotidiana. Ortega y Gasset decía que el ser humano es constitutivamente “futurizo”, está siempre lanzado, aunque más no sea que con la imaginación, hacia lo que todavía no es pero puede y quizá debe ser. Gracias a esta condición somos seres morales. Quienes viven en el presente, como parece que les sucede a los animales, no tienen por qué plantearse cuestiones sobre lo que debe o no debe hacerse, ni por tanto son sujetos adecuados de la ética.


Las utopías son de mucho tipo. Las hay meramente literarias, como es el caso de muchas novelas. Otras son religiosas. Y en la modernidad han abundado las utopías políticas, prometiendo diversos “paraísos” en la tierra.


Hay también utopías médicas, aquellas que imaginan e incluso prometen un mundo sin dolor ni enfermedad e incluso, en la lejanía, sin muerte. No es solo el sueño de algún que otro ingenuo. No es algo puramente anecdótico, ni tiene carácter circunstancial, sino que sube de grado y constituye una categoría inherente a nuestra propia condición de seres humanos.