La toma de decisiones en enfermedades que comprometen la vida suele ocurrir en escenarios de complejidad. Lo que está en juego no es solo la salud biológica, sino también algo tan importante como la autonomía de las personas para decidir acerca de su proyecto vital. Si consideramos la intervención en el caso de pacientes con enfermedades crónicas, en las que la interacción es frecuente y prolongada y se convive con un deterioro progresivo, el que se haya establecido una relación clínica enmarcada por el eje del vínculo facilita el acompañamiento del paciente y herramientas como la planificación compartida de la atención (PCA) se convierten en fundamentales (Saralegui et al., 2018). Aunque la PCA puede ser beneficiosa para cualquier persona, está especialmente recomendada para aquellas que padecen una enfermedad crónica avanzada, como la Enfermedad Renal Crónica Avanzada (ERCA), en cuyo proceso se puede prever la evolución y la aparición de complicaciones (Deaodar et al., 2021). Se trata de construir una trayectoria de final de vida personalizada.
En los escenarios cercanos al final de la vida, las dos decisiones probablemente más difíciles para los profesionales son la adecuación del esfuerzo terapéutico (AET) y la transición al cuidado paliativo. En la ERCA, la AET suele realizarse bajo el supuesto de retirada de diálisis, con un paciente pluripatológico, complejo y con baja funcionalidad cuya evolución en diálisis está atentando dramáticamente contra su calidad de vida, pasando a una situación de terminalidad. El impacto emocional es muy significativo para todas las partes implicadas (Leiva-Santos et al., 2012).