La historia de la investigación en seres humanos es un compendio de un tratado entero de ética. Durante muchos siglos estuvo prohibida, porque en el cuerpo de un ser humano no podía actuarse más que con el objetivo de producirle un beneficio, y la investigación no buscaba eso sino aumentar el conocimiento sobre algo de efectos desconocidos. En todos los textos clásicos sobre este tema, que no son pocos, se repite idéntico principio, que cualquier acción llevada a cabo sobre el cuerpo de otro ser humano ha de tener como objetivo producirle un bien. Este criterio se encuentra ya en el Juramento hipocrático, que eleva a categoría el verbo griego ophéllo, ayudar o beneficiar. En el libro hipocrático de las Epidemias se formuló con extrema concisión: “favorecer o no perjudicar”. Esto es lo que tradicionalmente se ha conocido como principio ético de beneficencia. La actividad médica siempre se ha regido por este criterio. Aún a mediados del siglo XIX, Claude Bernard, en su Introducción al estudio de la medicina experimental, decía de modo tajante que en un ser humano cualquiera no podía actuarse más que con el objetivo directo de buscar su directo beneficio, no su posible perjuicio, aunque este fuera remoto.