En marzo de 2020, el mundo sufrió el terrible primer impacto de la pandemia por coronavirus COVID-19. España no fue menos. En pocos días se pasó de una situación de normalidad a vivir en estado de alarma con restricción severa de movilidad motivado por la sobresaturación de hospitales y, por ende, de los servicios de medicina intensiva. Miles de personas fallecieron a diario en todo el mundo y se desencadenó una catástrofe sanitaria global donde los recursos escasearon frente a las necesidades. Los profesionales sanitarios, especialmente en las UCIs, vivimos la dura experiencia de gestionar los recursos, desbordados, en una situación de miedo a lo desconocido. Se desarrollaron recomendaciones, planes de contingencia y guías que intentaron predecir la incidencia de la pandemia y las necesidades según los diferentes escenarios que se planteaban (Rascado et al., 2020; Centers for Disease Control and Prevention, 2016). Dichas herramientas se elaboraron en base a epidemias previas de gripe y se demostraron inefectivas con posterioridad, ya que no dimensionaron adecuadamente las necesidades.